Comienza el verano cuando el cielo tiene un filtro rojo, por los flamboyanes florecidos. Rojo el cielo y rojo el suelo, también cubierto de hojas y flores. Se acentúan los calores y a pesar del sol que brilla prístino unos minutos más cada día, pronto cae la primera tormenta del año. Cada año más adelantada.
El verano huele a mangos maduros pudriéndose en los patios. Sabe a helado cada domingo, a sabores de temporada en las bebidas: Que si piña, que si coco, que si mango. El verano se escucha como música nueva de los artistas de siempre, que compiten por hacer sonar el hit de la temporada.
El verano se siente como coros en la piscina de un amigo, un pasadía en la playa, un pañuelo en la cartera para secar el sudor y un six pack de cerveza en el baúl del carro.
Se ve el verano en la señora que vende limoncillos bajo el semáforo y en las camisetas pegadas a los deportistas. Se siente el verano en la factura de la electricidad y en el abanico con el motor quemado.
Verano es la familia que viene de Estados Unidos y la comida preparada junto al río. Los niños inquietos en casa cuando no hay nada que estudiar. Una limonada con mucho hielo. La tía que se marea y los perros que buscan agua en los contenes. El agua de coco que se te antoja ahora a pesar de tenerla todo el año y los apagones cuando menos se necesitan.
Es ese sol ignominioso que castiga, que pica en la piel y esa humedad constante esperando la próxima lluvia. Las lluvias en verano nunca refrescan: mojan las sábanas tendidas en los alambres y levantan el calor de la tierra, renovando el bochorno.
El mundo sigue a pesar del sopor; el mundo es más cruel, pero la gente disfruta más la vida. Quizás porque el cerebro y el cuerpo no alcancen para más. El cielo castiga, la tierra regala. La espalda se derrite, la boca sonríe. La gente se abanica con un abanico pero le busca la vuelta al verano.
