Las cosas que no puedes olvidar

 


Las cosas que no puedo olvidar están sepultadas en mi memoria sin darme cuenta aunque no lo quiera. No es que me moleste; son memorias que sí deseo y las neuronas de mi cabeza, obedientes por una vez, las cuidan como ese material precioso que no puede borrarse jamás. Y que las guardan tan bien que olvidan dónde están. En los días que me concentro, como si estuviera despejando telarañas en la cabeza hueca, sacudiendo el polvo, me las encuentro. Cuando no, las memorias se asoman solas con las más variadas y aleatorias provocaciones.

No puedo olvidar el camino a la casa de mi infancia. Me lo dibujaron en una hoja de cuaderno cuando tenía 10 años por si un día me perdía. Podría llegar a casa (una casa que ya no es mía) desde cualquier lugar de mi pueblo. Todavía más, juraría que podría regresar desde cualquier parte del globo. 

Cada perro que escucho lo puedo diferencia del ladrido de mi perro. Del que estuvo presente media vida, que falleció de viejo y por el que todavía lloro. Hay ladridos más fuertes u otros más agudos; pero podría distinguirlo entre una jauría si volviera a escucharlo.

No podría olvidar aunque quisiera el olor de mi madre. Llegaba en las tardes agotada, dejaba los zapatos junto a la cama y tomaba un baño. Me gustaba acercarme entonces, cuando impregnaba la casa con ese olor tan suyo, con rastros de aceite de almendras y cereza sintética.

Puedo ubicar la osa mayor en cualquier cielo de este hemisferio y recrear los besos de aquel novio que me amaba, pero se casó con otra. Todavía toco en las mesas de los restaurantes los compases de Bach que aprendí en el piano. Y como tú, nunca olvido cómo andar en bicicleta.

Son los recuerdos que nunca se van aunque no sepa donde están y los que si pudieran irse, desearía que nunca se fueran.