El Quirófano Rosa


Lo último que recuerdo es sentir el escalofrío al entrar al quirófano, personal médico en batas color rosa y un puyón en el brazo izquierdo. Eso fue todo. Entre sueños me movieron de una cama a otra. Y cuando recuperé la consciencia, estaba en un cuarto de paredes azules con un vendaje en la pelvis.

Cesárea, ooforectomía, histerectomía o laparoscopía; compartimos una línea curva de al menos 10 centímetros donde empieza el pantis. Una marca de la que no se habla, como la secuela de un secreto, de algún pacto femenino, del cual no sabías serías parte y con el que tendrás que aprender a vivir.

No es fortuito que en los cuartos de hospital no haya espejos. El primer día que llegué a casa, arranqué la gasa, me arrastré para salir de la cama y me puse a llorar. Seguí llorando durante todo el día, cada vez que me veía en un espejo o me venía a la mente su recuerdo. Tenía las extremidades hinchadas, el abdomen como un tambor e -incapaz de mirar hacía abajo- veía en el espejo una sutura que me atravesaba lado a lado la pelvis. 

Era tanto el dolor que no podía girarme para verme desde otro ángulo. Tanto dolor que ya no podía caminar sino de a pasitos, dando tumbos. Tanto dolor que ya no podía cuidarme a mí misma, que no podía recoger una media en el suelo, o volver a hacer ejercicio. La tarde antes del quirófano estaba montando bicicleta, y no volvería a hacer ésa ni ninguna otra actividad física en un tiempo. ¿Quién era ésa y dónde estaba yo?

La femineidad implica compartir mucho sufrimiento en silencio. Los dolores menstruales que muchas padecemos y que debemos disimular, como si fuera de mal gusto confesar que ahí están. Las realidades del postparto, que no es cierto que sea idílico. Se lleva un luto por la persona que uno era y la presión de aceptar con premura esta nueva realidad, porque ya casi es la hora de amamantar.

Y luego están las secuelas del bisturí en la pelvis, que te quitan un pedazo de ti. Por prevención, por consecuencia, porque no funcionan, porque "está comprometido". No hay más explicaciones y no sabes qué pasará entonces. La pena por lo que ya no volverás a tener y la pena de saber o no, que pasará contigo.

No me veo como yo, no me siento como yo; pero sobre todo, no huelo como yo. Solo huelo a ungüento y antibióticos. Pareciera que ahora debo aprender a reconocerme en este proceso de sanación. Esta mañana he tomado mi colonia: vainilla, ámbar y naranja. Que recuerda al sol iluminando un campo de girasoles. Y me la coloco lejos de mi herida, más cerca de mi cabeza. Quizás un consuelo de que sigo aquí o quizás para darle la bienvenida a quien sea que se esté gestando dentro de mí.