Entonces para el 2004, a mi casa llegó Pompón. El nombre fue creación de mi hermana, porque la vecina salonera quien lo tenía hasta entonces, le llamaba Beto. Como el vocalista de La Ley.
Era bajito, de patitas cortas, pero de contextura fuerte. Cuando creció, parecía la versión musculosa de un perro salchicha. Hasta entonces, era este cachorrito negro, de pelo corto pero suavecito, con patitas blancas- como si usara guantes- y otra mancha blanca en el pecho.
Cuando creció era cabezón, con la cabeza dura y sin miedo a nada; sus patitas eran rápidas y se le veía correr por el patio buscando ratones. Contrario a sus patas, tenía la cola como un látigo que movía sin pesar de golpearte con ella. No obstante, por lo que más lo recordarían en mi familia, era por el brillo de su pelaje negro. Ya fuera la juventud, la alimentación, o la felicidad en mi casa entonces, a Pompón le brillaban los ojos y un pelo sedoso. Tanto que daba gusto acariciar su lomo.
Aprendió a robarse comida de la mesa; le enseñamos a saltar la cuerda. Como niña sentía que teníamos un dragón para jugar con las muñecas y un caballero para protegernos de los niños que me molestaban en la escuela.
Pero un día de tormenta, Pompón salió corriendo a la calle asustado por los truenos y nunca volvió a casa. Desconociendo su destino, lo lloramos como si hubiese muerto. Ya habíamos perdido un perro antes, los afiches y apariciones en la prensa no habían servido y nuestros padres no quisieron pasar nueva vez ese trago amargo. Lo buscamos un par de semanas, preguntamos por él entre los vecinos. Pero en el fondo, lo dimos por perdido.
Le temo a la angustia de estar solo y perdido, herido en la intemperie, con hambre y frío. Lloramos pensando que ese hubiese sido su destino. Pero no fue así.
Muchos años después lo encontramos. Una tarde cualquiera alguien juró haberlo visto en el jardín de una casa en los límites de mi barrio. Fuimos a buscarlo. Estaba acostado en el frente con esa calma de los perros viejos. Se le asomaban un par de canas y había una familia completa a su alrededor: padre, madre y niños. Tenía un hogar. Ni siquiera nos acercamos.
Desde entonces y hasta que dejé el barrio, salía en bicicleta por las tardes y pasaba por su calle con la esperanza de verlo. Unas veces lo logré, otras veces no. Hacía tanto tiempo que no creo que recordara mi aroma como para haberme reconocido. Con el recuerdo de Pompón aprendí la paz con que alguien fuese feliz aunque no fuera contigo. Tardaría otros años más para comprender lo que había aprendido.
