No hay sensación tan angustiante como perder la paz. Cuando un evento nos trauma es como si nos quitarán el apego a los lugares conocidos. Cada sombra es un agresor, cada pequeño ruido - la moto que pasa muy cerca, la llave que gotea, el golpe de las ramas en la ventana o los crujidos misteriosos de las casa viejas- son un indicio de peligro.
La soledad que tanto apreciamos los introvertidos, ahora sí da miedo. Temes estar solo porque ya no te sientes solo. Ahora hay algo al acecho porque el detonante del trauma, volverá a atacante si no estás atento. Entonces te pones a la defensiva, en un intento interno por protegerte esta vez, y revisas constantemente detrás de las puertas y ventanas; adquiere un arma quizás; cámaras y alarmas hasta sentir que cumples los requerimientos de la lógica.
No obstante, la aparente seguridad no funciona dentro de la mente y no tienes paz. Te despiertas en las noches cuando logras dormir. Porque otrora estudias el techo y las cortinas hasta la madrugada, pensando si la luz del pasillo te hace sentir más o menos tranquila. Así como te envuelves bajo las sábanas, como cuando eras chiquilla; esperando que te hiciera invisible y nada pudiera hacerte daño.
Regresar al lugar del evento te da taquicardia. Y solo pensar en el mismo, te pone tenso. Ya si lograste dormir (a punta de pastillas) y no has vuelto a despertar, sufrirás de pesadillas. Pesadillas donde tus miedos sí se cumplen y tus mecanismos de defensa no funcionan.
Sientes pánico al siguiente día y tus penas aumentan. Ya no es solo el recuerdo del trauma o volver a transitar los lugares del evento; le tienes miedo a dormir -para evitar enfrentarte con tus sueños-. Es entonces cuando se pierde la paz.