Tristeza era una arañita perdida cuando la encontré. Era tan diminuta que no pensé que se mantendría sola con vida; así que la tomé entre mis palmas y siguió caminando conmigo. Cuando llegó la noche y quise ir a domir, hizo un nidito en un rincón para mantenerse caliente y en algún momento que ya no recuerdo, comenzó a hilar seda para hacerlo más acogedor.
Entonces era tímida. A veces desaparecía temporadas completas; enterrada entre los juguetes olvidados de mi cuarto. Empaqué los cajones donde creía que estaba cuando crecí y dejé el pueblo, y terminó guardada en el cuarto de las cosas demasiado importantes para botar y poco útiles para sacar.
Cuando salió no la reconocí. Ya era grande y vieja. Tenía enormes patas color café oscuro, tan grandes y peludas que los monstruitos de pesadillas lloraban solo por sentir sus pasos. Avanza con la parsimonia de una marcha fúnebre y sus muchos ojos siempre parecen aletargados; como quien saliera de un sueño.
Merodea en la oscuridad escuchando pensamientos y dejando telarañas. Porque no te aguijonea, solo te enreda. Puedes seguir andando, mas atrapada en ese manto melancólico que lo cubre todo con una mirada gris; hasta el espejo.
Cuando está muy cerca mueve rítmicamente los colmillos -tata tata ta- y puedes sentir sus pensamientos en pena tratando de mezclarse con los tuyos.
Hay caminos en mi cabeza que tienen más telarañas que otros. Cuando transitas por ellos, notas que se seca lo que hay vivo y que no llega la luz del sol. Temo perderme un día de éstos y acabar en ese nido que ahora es su reino. Temo que entonces las telarañas sean tan tupidas que no me dejen seguir más y que uno de esos días, sí decida hundirme los colmillos.