Despertó con la molestia del sol en su rostro, calentándole los ojos. Se removió en la cama, incómoda, y se cubrió con un brazo los ojos. Ya escuchaba el rumor de sus hermanas peleando en la cocina, y cómo no, la batidora encendida preparando una batida de mango. Con la almohada se cubrió la cabeza, esperando mitigar el ruido. Ya sentía los pasos alrededor de su cuarto, propios de la casa que despertaba y empezaba las faenas de fin de semana. Los domingos eran su único día sin clases ni deberes y quería aprovecharlos al máximo. Durmiendo. Aprovechar sus horas de sueño al máximo.
Escuchó lejana la voz de su madre que la llamaba para desayunar y fingió seguir dormida. Dentro de poco haría demasiado calor y tendría que levantarse definitivamente, por las malas, para tomarse un baño con agua fresca que la terminara de despertar.
Quizás le quedaban cinco minutos más antes de que su padre le tocara la puerta. Solía decirle, cada domingo, que a los perezosos Dios nos los ayudaba, porque no ponían de su parte. Así que si pasaba de las diez, su padre cariñoso, tocaba un par de veces con sus nudillos la puerta y comentaba: "¿Le dejarás a Dios todo el trabajo, o te vas a levantar?"
El chiste funcionaba como la llamada definitiva que la hacía estirarse como un perro o una pose de yoga. Sacudía la cabeza y terminaba de abrir la ventana para saludar al sol.
Por éso cuando sintió la voz de su madre en la distancia, no se levantó. Con la cabeza bajo la almohada, se quedó esperando los nudillos de su padre contra la puerta. Pero el calor aumentaba y no tocaban.
Se giró al otro lado de la cama y se quitó la sábana de encima. Cerró los ojos un poco más despierta y volvió a esperar los nudillos. No llegaron. Solo se escuchaba el rumor de la vida que crecía alrededor de su cuarto.
Se quitó la almohada de encima y se quedó sentada en la cama. El sol volvía a darle en la cara. Pero esta vez no salía de la ventana de su cuarto, sino que se colaba de un agujero en el techo de su carpa. Su cama no era su cama, sino un lecho; y su sábana era un trozo de tela cualquiera que le cubría a medias el cuerpo. El rumor seguiría creciendo, propio del campo de refugiados en el que estaba viviendo.
El agua que terminaba de despertarla sería un lujo y el desayuno, sería quizás posible, gracias al esfuerzo de su madre discutiendo afuera. Ahora se encontraba en un mundo diferente que no recordaba cuando estaba dormida. Un mundo en el cual, los nudillos en su puerta y la batidora encendida, ya no se escucharían.
Sarah Suzaña, Noviembre 2020
