El vuelo fue un viernes en la mañana. Al momento de sacar mi maleta por el cuarto, me llegó la menstruación por el desastre hormonal y horas más tarde, sangraba por la nariz. Así de nerviosa estaba. Solo con el período, el vuelo de 12 horas se haría todavía más difícil.
No se suponía que fuera así. Se suponía que mi primer viaje a Europa sería una experiencia ansiada y feliz. Nada había salido como había pensado. Sabía que no eran opciones imposibles, quizás incluso pude haberlas visto venir. Pero como dicen: no es lo mismo llamar al diablo que verlo llegar.
Lo cierto es que me llevé conmigo una segunda maleta; igual de grande, pero llena de penas que no había podido llorar. Me llevé un luto largo que no había hecho, y lo sabía y lo sentía.
En el transbordo en Nueva York, la recepcionista de la aerolínea (dominicana por cierto) me dijo en broma: "no vaya a ser que te quedes por ahí y te pongas de come-mierda a no querer hablar español". El Viejo Continente debía ser una experiencia que eleva tu nivel de vida y tu estilo de pensar.
Fui en el taxi con los ojos muy abiertos, tratando de captar todo el país en solo un trayecto. Me llamó la atención la calidez del cielo y las casas viejas en medio de la nada. No era el continente frío y solemne que había visto en las películas universitarias. Me dejó en la parada del bus, hasta que mi guía llegara a buscarme.
Me había conformado con la idea de no llegar a la gran ciudad. Que entre las ventajas del campus rural estarían el costo de la vida y la bondad del clima. Sin embargo, no más llegué a mi cuarto tuve la sensación, contrario a lo que dicen las frases motivacionales, de que no estaría bien. Una vez sola, me senté en la cama -en el catre, mejor descrito-, y me quedé mirando la pared blanca, con la mente en el mismo color.
Había peleado con mi padre durante tanto tiempo, por el tema de estudiar en el extranjero y seguir mis sueños. Este sueño implicaba dejar a mi madre, con un cáncer avanzado; a un hombre a quien amaba y el que, según yo, era uno de los mejores puestos de trabajo en mi país. No tuve que elegir nada: conseguí la beca, pero lo perdí todo. Como el cuento de la pata de mono de William W. Jacobs, la fuente de los deseos, tenía maneras macabras para cumplirlos.
Por ello me senté en la cama; en el catre, mejor dicho. Mirando las paredes blancas en este cuarto de pocos metros; caliente en verano y frío en invierno. ¿Habrá valido la pena mi deseo?
*Recuerda un día de tu pasado, escríbelo
