Las aguas oscuras

Escribir es un ejercicio como cualquier otro: el lóbulo cerebral que genera las palabras, se va volviendo rígido cuando no se le usa. Pierde flexibilidad y le dan calambres. Como cuando se pierde una extremidad y se sienten sin estar, los movimientos dolorosos del miembro fantasma. 

Me gustaría decir que escribo a tiempo completo. Que mis ideas son más ágiles y más fluidas; y que siempre viene a los dedos la palabra perfecta. Pero entonces sería una mentira para mí misma y una falta de respeto con el lector. Porque dentro de mi cabeza, mi cerebro no anda en una bicicleta estática haciendo ejercicio. Sino, que parece un engranaje interminable que va soltando palabras en un río. El afluente es mi mente. Y cuando no escribo, el río no fluye y las palabras no tienen salida. Entonces se van acumulando, y el fondo se torna oscuro, porque no se ven las ideas que quedan en el fondo. Del mismo modo, me da miedo que si no se abre la represa, el agua se desborde en un pantano de palabras que no tienen salida. 

Por esto para mí escribir es un ejercicio. Pero también es una obligación, un escape, una necesidad, una catarsis, una terapia. Es la mejor manera que conozco de dejar fluir mis preocupaciones y tratar de continuar viviendo. Escribir en la medicina diaria para la cordura, que se me olvida tomar todos los días. Aquel lóbulo cerebral relaja entonces los músculos tensos y al respirar ya no le falta el aire. Pero llega el día siguiente y no quiere, porque no le hacen falta las medicinas, porque no tiene tiempo, porque su organismo se puede mantener a sí mismo. Luego, de nuevo, falta el aire y el agua del afluente se vuelve turbia. Un azul oscuro, casi negro, en donde siquiera se vislumbra el fondo.