*Se le cambió el título, ¿por qué no?
A lo mejor era parte del duelo, estas ganas irremediables de llorar frente a su lápida; y un acto de orgullo -más que de madurez-, querer dejar las flores y regresar en el último tren. Pero mi conciencia no se decidió a tiempo: había llegado ya al cementerio y el portón estaba cerrado.
(Un relato escrito antes de 1950)
Cuando la locomotora llegó, ya eran pasadas las dos. Cómo había olvidado la puntualidad del transporte por estos lados (sarcasmo). Tuve un antojo repentino de aquellos buñuelos de Berta, calientes y suavecitos por dentro; pero hacía tanto tiempo que no venía, que Berta ya pudiera haber muerto.
Cuando uno regresa a su pueblo, quiere creer que las calles se mantienen congeladas esperando su regreso. Pero no. Las damas del barrio que agitaron su pañuelo, y los hombres que alzaron sus sombreros, regresaron a sus casas cuando mi baúl, la locomotora y yo partimos; y siguieron con sus vidas.
Debería alegrarme: en lugar de aceite, hay faroles de bombillas en las calles, y ya el pueblo tiene su propia oficina de telégrafo. El parque y la iglesia seguían en su sitio, y pude entrar a saludar al padre. Me dio sus saludos y su pésame. Eran tantas las novedades... quién se casó, cuál negoció abrió... que asentía mudamente con la cabeza; confiando en que durante el camino de regreso, mi mente se daría la tarea tranquila de procesar cada noticia con calma, como un niño desenvolviendo una funda de caramelos.
Entonces procesaría también la pena de que mi madre se nos fue sin haber conocido las máquinas de coser que ya se veían en la capital y que seguro hubieran competido con su oficio. Dicen que murió en coma, como dormida, con los respiros apagándose de poquito a poquito, como una vela que se quedó sin cera.
Vine a presentarle mis respetos a su tumba, porque para el entierro no llegué a tiempo. Fui a comprarle unas flores a Constanza, pero no me reconoció. ¿Había cambiado tanto? En el momento que me envolvía en una hoja de plátano unos claveles, me limpié una lágrima con el dorso de la mano. Eran las flores favoritas que le compraba para el día de las madres, con todos los chelitos que reunía en el año -desgranando habichuelas o limpiando mazorcas- para darle ese detallito, aunque nunca tuviera suficiente para comprarle rosas.
Con una mano tomé mi ramo, en la otra, le entregué a Constanza una moneda sin esperar el cambio. El remordimiento que ya me temía, me había apoderado. Caminé como sonámbulo por el camino de tierra, ensuciándome los zapatos por llevarlos arrastrando. Quizás, no debí haberla dejado nunca. Quizás estaba orgullosa de mí. Cómo habría de estarlo si nunca le dije lo que había logrado; si yo nunca volví.
(Un relato escrito antes de 1950)