La parte más difícil ha sido acostumbrarse a hablar en pasado. Lo noté desde la primera vez. Pronunciabas una oración cualquiera, para darte cuenta de que no, que no era así; que te habías equivocado. Luego caías en un etapa de surrealismo -unos días en sueño- en donde te vas autoentrenando a la idea de que ya no está. Que el desayuno es solo para ti; que en algún momento tienes que recoger la ropa del clóset; que nadie te espera en casa.
Reconoces incluso que la rutina ya no será la misma e intentas volver a salir: tener nuevos planes, hablar con la gente. Entonces en uno de esos intentos de interacción social, quieres responder a una anécdota con un comentario propio. Como para demostrarle a este extraño con el que hablas, que tienen cosas en común. Sueltas el comentario de "ella también es así", o "mi mamá dice tal cosa".
Te das cuenta de manera casi inmediata. Te tornas silenciosa y evitas la mirada con la esperanza de que no se de cuenta; que no vaya a preguntar. Porque tan solo unos segundos tras terminar la oración, te das cuentas de que se te olvidó otra vez. Que ahora debes hablar en pasado.