Cuando me pedían contar un momento en que sintiera mucho miedo, pensaba en una anécdota de cuando tenía 11 años. El vehículo en que conducía mi padre rebotó el choque contra un camión y voló 180 grados aterrizando en un campo de habichuelas. No sabía nada de él y me senté en el piso del baño temiendo lo peor.
Esta década, si me preguntan un momento en que sintiera mucho miedo, dijera que éste. Mientras que escribo, hago una prueba de todo o nada para dejar mi país. Por culpa de este capricho, perdí amigos, mi pareja, relaciones familiares, mi trabajo y mis ahorros. Y todavía no tengo una respuesta.
Aun si la tuviera, igual tuviera miedo. Miedo de perderme en el camino, de perder más de lo que he perdido, que no me vaya bien, que no pueda mantenerme, que no pueda hacer amigos, que me deporten, pasar hambre, pasar frío... tengo varias decenas de cosas por las que temer.
En medio de mi angustia, cuando empezaron a presentarse los obstáculos, he pensado en dejarlo hasta ahí, a fin de no perder más. En un momento exacto de este día, un brillo viejo volvió a mis ojos y enfoqué mi mente en hacer lo mejor de lo que podía, con lo que tenía.
Fue como si una ráfaga de energía atravesara mi cuerpo. Dejé mi auto en la calle, me devolví al lugar de donde no me habían admitido y me detuve en su frente bajo la lluvia hasta que me abrieron la puerta.
Empiezo a creer que nadie desea realmente ser migrante. Es al comparar con la inseguridad, las carencias y la escasez de oportunidades, que se decide dejarlo todo y apostar. Paulatinamente, según este proceso avanza, veo con otros ojos a los haitianos, cubanos, venezolanos y más inmigrantes que recorren las calles de Santo Domingo, la ciudad de los contrastes.
Creo que todos tenemos miedos y es probable que este miedo nunca se vaya. Vivir un día de este siglo, ya es motivo de miedo para cualquiera. Ya no creo tanto en las apuestas seguras, sino en el porcentaje de incertidumbre. Y ahora creo con mayor fervor que antes, que la mayor pérdida es el arrepentimiento de lo que no se intenta.
Esta década, si me preguntan un momento en que sintiera mucho miedo, dijera que éste. Mientras que escribo, hago una prueba de todo o nada para dejar mi país. Por culpa de este capricho, perdí amigos, mi pareja, relaciones familiares, mi trabajo y mis ahorros. Y todavía no tengo una respuesta.
Aun si la tuviera, igual tuviera miedo. Miedo de perderme en el camino, de perder más de lo que he perdido, que no me vaya bien, que no pueda mantenerme, que no pueda hacer amigos, que me deporten, pasar hambre, pasar frío... tengo varias decenas de cosas por las que temer.
En medio de mi angustia, cuando empezaron a presentarse los obstáculos, he pensado en dejarlo hasta ahí, a fin de no perder más. En un momento exacto de este día, un brillo viejo volvió a mis ojos y enfoqué mi mente en hacer lo mejor de lo que podía, con lo que tenía.
Fue como si una ráfaga de energía atravesara mi cuerpo. Dejé mi auto en la calle, me devolví al lugar de donde no me habían admitido y me detuve en su frente bajo la lluvia hasta que me abrieron la puerta.
Empiezo a creer que nadie desea realmente ser migrante. Es al comparar con la inseguridad, las carencias y la escasez de oportunidades, que se decide dejarlo todo y apostar. Paulatinamente, según este proceso avanza, veo con otros ojos a los haitianos, cubanos, venezolanos y más inmigrantes que recorren las calles de Santo Domingo, la ciudad de los contrastes.
Creo que todos tenemos miedos y es probable que este miedo nunca se vaya. Vivir un día de este siglo, ya es motivo de miedo para cualquiera. Ya no creo tanto en las apuestas seguras, sino en el porcentaje de incertidumbre. Y ahora creo con mayor fervor que antes, que la mayor pérdida es el arrepentimiento de lo que no se intenta.