Otro día de frustración con la realidad chocando de cara contra los sueños de juventud. En estos días, de pesadillas constantes, de baja remuneración, de esfuerzo permanente, de trabajos sin metas, de días sin rumbos, me pregunto una y otra y otra vez, cuando saldría de esta crisis. Si es verdad que me dejaré hundir y que la vida será solamente este carrusel de días, encaminados a una pensión que no me servirá de nada.
Hay una parte de mí, una gran parte, que quiere resignarse a creer que esto es la vida. Adaptarte para ser solo bueno en un lugar que no amas, pero que te permite llegar a fin de mes... si acaso.
Hay una minúscula parte de ti que cree que todavía se puede soñar. Pero por cada soñador hay mil resignados. Hoy le compré unas galletas a mi niño de la esquina. Su voz se está haciendo más grave; ya está creciendo. Este niño lleno de sueños de superhéroes, de ganas de aventuras, y tantas promesas para el futuro, se pasa su infancia vendiendo galletas en una esquina, durante una lluvia fría y lluviosa.
Verlo me hace creer que el mundo es indiferente y cruel y que los sueños no son para todo el mundo. La neurona rebelde me dice que debo soñar por él y por mí. Porque aunque no tan cercanos, tampoco somos de mundos diferentes. Y que él, a lo mejor al igual que yo, mirará el techo desde su cama durante las noches. Pensando si aquello más allá que hay en su cuarto, podría conseguirlo.
Y cada día es otra calle lluviosa, ya sea por dentro o por fuera, pero seguimos marchando, porque todavía hay esperanza de llegar a alguna parte.