En el deseo vehemente de mi madre por
hacernos a mis hermanos y a mí personas cultas, pasé muchas tardes de mi niñez
estudiando música en la Escuela de Bellas Artes de San Juan de la Maguana,
lugar donde crecí. Tocar el piano era una tragicomedia. A últimas horas de la
tarde, todo mundo comenzaba a partir. Paradójicamente, mi madre trabajaba en la
calle siguiente, pero yo era una de las últimas en irme. Es por eso que
entonces me encontraba a solas con un piano de cola.
Las tardes de octubre, cuando
caían esas lluvias que solo saben caer en el sur, eran días donde no iba casi
nadie y podía desahogar mis rabietas pueriles, mis desamores y a veces mis
lutos, mientras el tintinear de las gotas de lluvia rozaban los cristales de
las ventanas y yo tocaba las teclas solo para mí. Más de una vez lloré junto al
piano. Aún así, recuerdo aquellos momentos como uno de los más felices de mi
infancia. Cinco años después, dejé para siempre aquel gran piano negro para
aprovechar una beca de estudios de inglés.
Jamás he vuelto a ver aquel
piano, y de todos lo que toqué después, ninguno me sonó igual a los sonidos que
emanaba aquel piano en un día lluvioso. Hasta la fecha he guardado mis libros
de entonces, y durante muchos años intenté afanosamente no olvidar lo que
sabía. Pero el tiempo ha sido implacable. Un día encontré poco reconocible las
notas sobre el pentagrama y no me quedó de otra que seguir con mi existencia.
En el fondo ese gusto por la
música siempre ha permanecido. Pero el día de mi inscripción en la universidad,
terminé en la clase de apreciación musical porque danza ya estaba llena, y
luego de seleccionar esta opción me arrepentí por comprometer mis viernes.
Luego entré a clases.
Desde la primera clase, a la
cual llegué tarde, he salido cada viernes inspirada y serena. He aprendido que
la música clásica no es solo lo clásico, he redefinido la razón de porqué
Debussy, Chopin, Verdi y Vivaldi son mis favoritos; y se de muchos otros que
tan pronto los conozca a fondo, también lo serán. He conocido compañeros
maravillosos y un profesor que me inspiró. He aprendido a apreciar la música no
por lo que dice sino por lo que expresa.
Ya no necesito tocar la mesa
como un piano imaginario. Mi vida ha dado muchos giros, pero la música siempre
está conmigo. He vuelto a componer y quiero aprender en guitarra esa
cancioncita que nunca se me olvidó. Que de paso, era el Minuet in g de Bach el
que siempre tocaba las tardes de lluvia.