Habiendo crecido en una zona sub-urbana, algunas tediosas tardes de verano se pasaban aburridas; el mundo era muy pequeño para mí aún. Eso cambió el día que mi padre regresó una noche con una enciclopedia grande y roja, de hojas laminadas y vivos colores. Hablaba de reyes y emperadores magnánimos, de tribus perdidas en el desierto y animales exóticos en la espesura de la jungla; países cuyos nombres no podía pronunciar y lugares que me tardaría media vida en encontrar; todo aquello era nuevo para mí. Dediqué mis tardes entonces a hojear una por una aquellas hojas, leyendo los detalles que más llamaban mi atención y las imágenes que protagonizaban mis sueños despiertos. Fue entonces cuando me di cuenta de que todo lo que estaba plasmado allí, eran lugares, personajes, movimientos, palabras, especies y mitos de renombre; me propuse hacer algo majestuoso y convertirme en un personaje digno de ser plasmado en páginas de información por todo el mundo.
Crecí y seguí estudiando. Con el ideal latente de convertirme en alguien importante, me esforzé y me convertí en alguien reconocida en mi comunidad. Viajé, entrevisté personas y encontré animales y plantas. Estoy decepcionada. Ahora los curiosos sitios históricos se convirtieron en impotentes centros comerciales, los gobernantes homenajeados, en políticos corruptos, y la cenicienta nunca encontró su zapatilla y barrió casas toda su vida. Extraño aquellos momentos en la calidez de la tarde. Añoro el arrullo del viento en las hojas caídas y mi imaginación volando en pos de las páginas de mi enciclopedia.